Eric Nelson
MÉXICO 30 OCTUBRE 2017 (COMPUBMEX).- Hay muchas cosas que deberíamos enseñar a nuestros niños para asegurar su felicidad, su salud y su éxito; pero por mucho la más importante es enseñarles a amar. No obstante, es poco probable que encuentres alguna mención de esto en la mayoría de los planes de estudio. Por lo menos, no directamente.
“Mi trabajo no consiste en lograr que [mis alumnos] entren en Stanford”, dijo el jefe de estudios Glenn McGee, de Palo Alto, California, en un artículo del New York Times de 2015. “Es enseñarles a aprender, a estudiar, a pensar, a trabajar juntos; aprender a explorar, a colaborar; aprender a ser curiosos y creativos”.
Sin duda, ese es un paso en la dirección correcta. Pero omite el componente clave.
El amor no es simplemente el adorno de una carrera que por otro lado (y, con suerte) es ejemplar. Es el portal mismo a través del cual vemos el mundo, y el mundo nos ve a nosotros. Sin él, nuestras vidas tienden a caer en la oscuridad mental que puede hacer que los niños tiren la toalla o, peor aún, mueran, hecho demostrado en las recientes y repetidas oleadas de suicidios de adolescentes. Este no necesita ser el caso.
“En una época en la que tanta gente se aparta del sendero durante la adolescencia, no podemos permitirnos el lujo de ignorar un recurso que, si se cultiva, podría ayudarlos a salir adelante”, dice el columnista David Brooks. “Ignorar el desarrollo espiritual en el ámbito público es como ignorar el desarrollo intelectual, físico o social. Es amputarle a la gente algo esencial, llevándolos a que sufran de más depresión, abuso de drogas, alienación y aflicción”.
La sabiduría popular diría que las escuelas no son responsables de que ocurran esas cosas, sino los padres. Pero, como Brooks señala, con tantas rupturas familiares, esto sigue siendo un debate abierto. Incluso en las comunidades donde las familias estables siguen siendo la norma, las escuelas tienen una función muy importante al nutrir las capacidades espirituales de cada niño.
La buena noticia es que nuestra habilidad para amar no es solo innata sino, como Mary Baker Eddy la describe, divinamente impulsada, completamente libre de restricciones genéticas o ambientales. “El Amor [Dios] es reflejado en el amor”, escribe en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras. Incluso una vislumbre de este hecho hace que la tarea de alentar a los niños en esta dirección sea mucho más sencilla, para no hablar de la necesidad de que nosotros mismos seamos ejemplos de amor.
El temor es, claro está, que cualquier cosa que tenga que ver con la espiritualidad pase el límite entre la iglesia y el estado. No necesariamente. Aprender a amar no tiene nada que ver con aprender credos o rituales religiosos, sino con obtener una mayor comprensión de lo que se necesita para prosperar.
“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe”, advierte el apóstol Pablo. “Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve”.
En otras palabras, un expediente estelar, un montón de trofeos y una puntuación perfecta en una prueba de admisión universitaria, solo pueden ayudarte hasta cierto punto.
El problema es que no todo el mundo está de acuerdo en cómo es el amor, cómo enseñarlo o qué ejemplos podrían darse. Pero esto no debería impedirnos intentarlo o recurrir a fuentes fuera de nosotros mismos para que nos guíen.
“El amor ... es benigno”, explica Pablo. “El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser”.
Es obvio que las diferentes facetas del amor que describe Pablo —paciencia, generosidad, humildad, amabilidad, etcétera— no están limitadas a la práctica de una religión en particular, sino que pueden ser y deberían ser usadas en cada ámbito de la vida, incluido el académico, en los deportes, en situaciones sociales, hasta en los negocios. Y si se pueden enseñar en un contexto, no hay razón para que no se puedan enseñar —y aprender— en todos.
“No es tanto la educación académica como una cultura moral y espiritual, lo que lo eleva más a uno”, escribe Eddy, quien también era pedagoga. “Los pensamientos puros y enaltecedores del maestro, constantemente impartidos a los alumnos, llegarán más alto que los cielos de la astronomía; mientras que la mente envilecida e inescrupulosa, aunque adornada con gemas de erudición, degradará los caracteres que debe instruir y elevar”.
En última instancia, no son solo los profesores o los padres los que cumplen una función importante a la hora de enseñar a los niños cómo y por qué amar, sino toda la sociedad. Y es la sociedad en su totalidad la que se beneficia.
Eric Nelson escribe conforme a su punto de vista como Comité de Publicación de la Ciencia Cristiana de California del Norte.
Artículo publicado originalmente en Communities Digital News, @CommDigiNews