Ayotzinapa 18 de noviembre de 2014 (lasillarota.com).- “Y usted ¿qué desea?”, le preguntó el funcionario de la Fiscalía del Estado de Guerrero cuando lo vio entrar a la escuela normal de Ayotzinapa. Delfino, de 48 años de edad, piel morena y un metro 65 de estatura le dijo tajante ser familiar de un desaparecido. “Me dijeron que había una reunión”, siguió.
“¿No es familiar de los estudiantes?”, preguntó el funcionario, a lo que Delfino contestó que no, que su hermano desapareció mucho antes. “Ah, entonces es un caso aislado”. “¿Cómo que caso aislado?”, le contestó; él estaba consciente de que había más personas buscando a sus familiares de los que no saben nada desde antes de lo ocurrido con los 43 jóvenes de la normal.
A Delfino le desaparecieron a su hermano Alberto Zaragoza Ocampo, de 34 años de edad, el 2 de julio del 2014 cuando fue a Iguala a buscar trabajo junto con dos personas más. Ya tenían con quién llegar; un amigo suyo les ofreció hospedaje.
Alberto es un migrante que regresó a su país. En 2010 se fue a Estados Unidos y volvió con 200 mil pesos de ahorro con la idea de volver a reiniciar su vida en México junto con su esposa y dos hijos.
Ese 2 de julio, llegó al municipio junto con Miguel Ángel Antolino Navarrete y Raúl Vázquez Zamora. Eso lo sabe Delfino porque un amigo le marcó y le dijo “me habló tu hermano, que ya llegó a Iguala, pero ya no me contesta, me dijo que estaba por el Sams, eran como las 10 de la noche”.
Delfino llamó. “El teléfono suena y no me contesta, pensé que andaría con una muchacha y me dormí, pensé que no era nada malo. A las 7 u 8 de la mañana le marco otra vez, suena y no me contesta; vuelvo a marcar y no me contesta, vuelvo a insistir y apagan el teléfono, eso fue como a las 11 de la mañana”.
Alberto es el más joven de siete hermanos criados en el campo. Nacieron en Sierra Atoyac, en la localidad San Juan de las Flores, un pueblo verde con pequeñas cascadas en sus alrededores. El padre de ellos fue detenido injustamente en 1970 acusado de dar alimento a la guerrilla de Lucio Cabañas.
A pesar de la tragedia que vive, Delfino no deja de sonreír en la entrevista mientras cuenta su historia. Alrededor de la escuela normal huele a tierra húmeda entre los árboles de mango, framboyán y palmas. Las aves no dejan de rondar como si no advirtieran el dolor de quienes ahí están.
Cuenta que después de que su hermano no contestó el teléfono aquel 2 de julio viajó el día siguiente desde Morelos, donde vive, a Iguala y fue al ministerio público, a la Policía Estatal y al cuartel del 27 Batallón de Infantería, además de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Guerrero y la PGR. No tuvo ni indicios de su paradero.
Entonces Delfino pidió ayuda al Frente de Organizaciones Democráticas del Estado de Guerrero, organización a la que pertenecen ambos. Se enteró de que, al parecer, ese mismo día fueron secuestradas otras 30 personas en Iguala.
Pero fue hasta lo ocurrido con los jóvenes normalistas y el hallazgo de varias fosas en la zona cuando se animó a seguir la búsqueda. Llegó así a preguntar a Tlachinollan donde le recomendaron ir a la normal para obtener información.
La vida en la Normal
La entrada a la escuela normal rural de Ayotzinapa está sobre la carretera y desde Tixtla, municipio cabecera, se hacen 15 minutos en automóvil. Para entrar a la escuela hay que pasar por el amplio y rojo arco que tiene una manta en la que se lee “Vivos se los llevaron, vivos los queremos. Ayotzi aguanta, el pueblo se levanta”. Se sigue un camino por el que transitan autobuses, combis, autos y motocicletas que levantan polvo por la falta de pavimento.
Delfino entró hace unas semanas después del ataque a los normalistas. Ese día se acercó a la cocina cuando unos hombres, de pronto, lo saludaron. “Eran unos amigos de San Juan de las Flores, unos amigos de la infancia, está Nardo Flores, Óscar Ortiz y me dicen ¿qué haces aquí?.. Entonces me platican que son papás de dos de los 43 y les digo…”. Delfino corta de tajo la charla mientras se le ponen los ojos llorosos. “Mira en las circunstancias en las que nos encontramos, fue algo, muy emotivo y les digo pues aquí andamos, y platicamos. Si te quieres quedar aquí está el cuarto de mi muchacho. Y ahí nos quedamos cuatro, cinco o seis a dormir en colchonetas, a veces salgo a ver a Chilapa, a veces al pueblo (Tixtla) para descansar”.
Fue ese día cuando se encontró al funcionario de la Fiscalía que lo cuestionó y le dijo que su hermano sólo es un caso aislado. “Me empiezo a pelear con el compa ese, luego llegó el abogado Alejandro y me pidió que ya no le dijera nada al policía porque empezaba yo a ponerme de otra manera”, recuerda.
El surgimiento de casos
La desaparición de los 43 normalistas sacó a flote más y más casos de personas no localizadas en Iguala, donde se comprobó que la policía municipal estaba infiltrada por Guerreros Unidos, y en Cocula, municipio vecino.
El pasado 11 de noviembre la realidad quedó al descubierto. La organización Ciencia Forense Ciudadana convocó a una reunión en la Parroquia de San Gerardo, en Iguala, para que las personas que tuvieran un familiar desaparecido acudieran a llenar formatos para después hacer más pruebas de ADN. La idea es cotejarlo con lo que se vaya encontrando de los restos en las demás fosas que fueron encontradas alrededor del municipio por la búsqueda de los normalistas.
En un sencillo salón las sillas de plástico de colores empezaron a ser pocas conforme fueron llegando cada vez más y más personas. En unos minutos ya eran más de 100. Madres, hermanos, hijos de desaparecidos, muchos no denunciados, que fueron con la esperanza de saber algo de sus seres queridos.
“En la colonia Cuauhtémoc, en un puente lo levantaron, se lo llevaron a la sierra, dicen, a un compadre que iba con él lo soltaron, a mi hermano no lo soltaron”, dijo tomando con fuerza el micrófono una mujer de lentes, cabello recogido y blusa morada que se atreve a tomar la palabra para contar su historia.
Pero después de ella los relatos no acabaron.
“Los guachos del 27 batallón de Infantería se llevaron a seis de nuestros hijos, y nos sigue doliendo, nos va a doler porque se dieron cuenta que nos negaron información de manera férrea, nosotros entregamos un video donde encontramos que fueron ellos. No nos da miedo que nos maten porque no nos pueden matar dos veces”, dijo un hombre de pelo cano con bigote sobre ese caso sucedido en 2010.
“Siento horrible el corazón al verlos a todos ustedes sufriendo por la misma causa que yo sufro. Yo perdí a la mitad de mi familia y no sé nada de ellos. Se llevaron a mi hermana y a mi papá y a mi otra hermana”, contó un joven de no más de 30 años que también se anima a hablar.
Después una señora de complexión gruesa, pelo crespo negro, pide el micrófono y en cuanto habla se suelta a llorar. “Lo levantaron a los 2 de la mañana en 10 de mayo, mi hermano vino de Estados Unidos porque mi padre había fallecido, a eso vino nada más, ¿para qué se lo llevaron? Gritaba mamá ayúdame, me llevan, mi hermano vio”. En la fila de atrás una mujer se limpiaba las lágrimas al escuchar su historia. “Estamos sufriendo muchas familias. Tenía que pasar esta tragedia de Ayotzinapa para que se descubriera la realidad qué se está viviendo en Iguala”.
Ahora, las organizaciones de forenses mexicanos y argentinos atienden cada vez más casos como estos. Ya suman 80 los registrados para cotejar datos de restos encontrados.
Esos estudios dan esperanza a Delfino Zaragoza. Cuenta que además hay rumores en la escuela: a los desaparecidos los tienen trabajando en minas, están en campos agrícolas, los sicarios los traen. Por eso manda un mensaje para su hermano menor, Alberto: “Aguanta, sé hombre, seguimos con la lucha”, y entonces se calla y revienta un sonido seco desde su pecho. Luego las lágrimas y las manos al rostro, y promete, “te voy a encontrar”.