“Hay que saber envejecer con dignidad” dicen por ahí una cana o una arruga, si bien son signo del paso de los años que no perdona, son franca muestra de una vida bien vivida, pensamiento borrado fácilmente al entrar a un sitio mágico: La Peluquería.
Respetuosa, aunque envidiosamente, admiré de alguien mayor que yo, su cabello, parecía de barbie, rostro liso que denotaba la llegada del bisturí, sus ojos, azul celeste, aunque no de nacimiento y una nariz que lejos estaba de ser griega y que –a más de alguna- hizo voltear dos veces.
No quiero omitir, claro , que su cuerpo había visitado en más de una ocasión el quirófano y que por ello su osadía se hizo presente en la minifalda y entallado corsé que portaba. No hice, durante la faena del “peinador” cosa que no fuera, literalmente, odiar a quien exigía que le arreglaran sus folículos capilares. Me hizo sentir como una oruga antes claro, de convertirme en monarca, sí la mariposa.
Este sentimiento provocó en mi la insípida pero impactante presencia de aquella pseudo modelo.
Y entonces me enojé con el de arriba, si, con Dios mientras grité ahogadamente: Dios, ¿ por qué no me hiciste como ella? Yo tengo kilitos de más, un zurco nasogeniano que apenas se esboza y una ceja que a veces no tiene rumbo.
Pero, como todo lo que ocurre ahí es mágico, también así en un dos, por tres, regresó mi usual bonachería (será? Jaja) y un destello fugaz asaltó a mis neuronas, ¿ pero, por qué ser como ella? , ¡sí! Tengo canas pero, de seguro se deben a los desvelos por la maternidad, reconozco, tengo algo de sobrepeso por desorden alimenticio que a su vez se genera por estrés laboral, pero vaya, TENGO TRABAJO que es lo que importa .
Finalmente, recapacité: no tengo ni el cuerpo ni el rostro perfecto pero gracias a Dios lo que tengo lo valoro y es una familia, trabajo y la conciencia de que Dios -aún en medio de nuestras imperfecciones- nos hizo perfectos.
Un par de piernas para Poncho
Instalado en la quietud que sólo los muchos años dan, enclavado en el ocaso de su vida, observa así el descuidado andar de automovilistas. Es la inclinada cuesta que, a sus más de 80 años, aún le cuesta y mucho, es el último tramo de su vida visto y vivido desde la perspectiva de dos ruedas, las de su silla, sus piernas se esfumaron como sus deseos de volver a su terruño.
Su recorrido diario incluye la avenida Prol. de los Héroes, ahí, afanosamente en el alto de disco que cruza con la Avenida de las Américas, frente a un centro comercial donde existe de todo y donde el hambre es lo que menos existe, él ve pasar a diario miles de automovilistas que ocupados en sus labores citadinas ni siquiera observan que él desde ahí, con bote en mano y la ayuda de su hijo, tristemente piden apoyo para salir adelante.
Su nombre: Alfonsino Villareal, de Tuxpan, Veracruz, de costa a costa su vida ha cruzado, allá disfrutaba de las caminatas diarias en su granja de conejos, pardos, pero en su mayoría blancos y cual piratas, con parches naturales de color negruzco. Así vió pasar las últimas 5 décadas de su vida, entre zanahorias y suplementos de engorda para, al fin y al cabo, llamar la atención del mejor postor y venderlos a algún interesado, de esos terratenientes que, a la orilla de la carretera intentan conquistar los hambrientos paladares de los paseantes.
Su riqueza –aunque no muy grande- para él era fuente de orgullo, un orgullo que poco a poco se fue minando tras las múltiples reglamentaciones de SAGARPA y los carísimos permisos que tenía que pagar para la caza de estos animalitos, familiares del Conejo Blás.
Así fue como llegó a Tijuana, aún en pie, sin imaginar, que ese par desaparecería hacía unos años atrás, cuando, por dejar su granja de conejos y decidirse a probar el sueño americano, un inconsciente conductor le arrebató las piernas, ahogado en alcohol lo impactó muy cerca de donde ahora pide, a diario, limosna para seguir con su camino en dos ruedas.
Desde entonces, don Alfonsino, Don Poncho para muchos, y dicho con respeto, contempla el acelerado paso de quienes si tienen cuatro ruedas pero no un corazón abierto y dispuesto a voltear a ver al que está en desgracia. Ahora, él entiende lo que sus pobres animalitos y de los cuales mantenía su bolsillo un tanto desahogado sentían, estar en la mira del cazador, porque durante su estancia en el crucero, más que ser visto como un discapacitado que requiere apoyo diario, pareciera estar bajo la mira de quien por allí pasa en medio de la distracción cotidiana y la frialdad humana.
Pero sin importar todo ello, Don Poncho confía en que todavía existe la bondad en medio del ajetreo, la risa en medio de la tristeza, y una moneda dispuesta a hacer su vida llevadera, en medio de tanta pobreza.