Andrew Napolitano y John Mearsheimer: asesinar sin sentido
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Andrew Napolitano y John Mearsheimer: asesinar sin sentido

Ciudad de México - miércoles 23 de julio de 2025 - Hugo Alfredo Hinojosa.
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Por: Hugo Alfredo Hinojosa

CIUDAD DE MÉXICO 23  DE JULIO DE 2025.- En marzo pasado, la conversación entre Andrew Napolitano y John Mearsheimer en “Judging Freedom” [el programa de YouTube de Napolitano] expuso una verdad incómoda que trasciende fronteras: en el siglo XXI, los asesinatos perpetrados por Estados modernos a menudo carecen de justificación moral, lógica estratégica o utilidad práctica alguna. Este diálogo, impregnado de una crítica devastadora hacia la política exterior estadounidense y su relación simbiótica con la violencia global, ofrece un marco conceptual esencial para comprender por qué las sociedades contemporáneas permanecen atrapadas en ciclos interminables de matanzas que desafían cualquier racionalidad.

Así, la conversación adquiere particular relevancia cuando Mearsheimer disecciona meticulosamente las acciones estadounidenses que han resultado en la muerte sistemática de civiles: desde la precisión quirúrgica pero moralmente ciega de los ataques con drones hasta las intervenciones militares devastadoras en Irak, Afganistán, Libia y Siria. El académico dedica especial atención al caso de Gaza, donde el apoyo incondicional estadounidense a lo que caracteriza sin ambigüedades como un “genocidio” ha resultado, desde finales de 2023, en cifras que desafían la comprensión humana: decenas de miles de muertes según el Ministerio de Salud de Hamas, pero estimaciones más comprensivas sugieren hasta 200,000 víctimas si se contabilizan las muertes indirectas provocadas por el hambre sistemática, la destrucción de infraestructura crítica y el colapso del sistema sanitario.

Napolitano, con la precisión legal que le caracteriza, cuestiona no solo la moralidad inherente de estas acciones, sino también la ausencia total de mecanismos de rendición de cuentas. Su crítica encuentra un ejemplo paradigmático en el escándalo de la filtración de planes militares clasificados por parte del Secretario de Defensa a través de la aplicación Signal, una plataforma que, pese a su encriptación, nunca fue diseñada para comunicaciones de seguridad nacional. La impunidad que rodeó este incidente contrasta dramáticamente con el castigo severo impuesto a figuras como Jack Teixeira, revelando las jerarquías de responsabilidad que protegen a los poderosos mientras sacrifican a los prescindibles.

El concepto de “asesinato sin sentido” trasciende la mera crítica moral para convertirse en un diagnóstico sistémico. Mearsheimer articula con precisión quirúrgica una realidad que los formuladores de política prefieren ignorar: la violencia estatal contemporánea no solo carece de propósito estratégico coherente, sino que resulta activamente contraproducente. El mundo no obtiene absolutamente nada de esta violencia, excepto la perpetuación de un ciclo que alimenta el resentimiento y radicaliza poblaciones enteras, y fortalece paradójicamente a los adversarios que supuestamente pretende debilitar.

Podemos manifestar que esta ausencia de lógica estratégica se manifiesta de manera particularmente grotesca en operaciones que, lejos de garantizar la seguridad proclamada como objetivo, generan inestabilidad exponencial y caos duradero. Los bombardeos sistemáticos de zonas residenciales que aniquilan indiscriminadamente a mujeres, niños y ancianos no solo fallan en alcanzar objetivos militares claros, sino que socavan cualquier pretensión de legitimidad moral o eficacia táctica. Estas acciones, habitualmente justificadas mediante el mantra vacío de la “seguridad nacional”, radicalizan a poblaciones que de otro modo permanecerían neutrales, prolongan conflictos indefinidamente y crean las condiciones precisas para la emergencia de nuevas amenazas.

La mecánica de esta contra productividad es tan predecible como devastadora. Cada civil muerto se convierte en combustible para el resentimiento; cada familia destruida alimenta nuevas generaciones de resistencia; cada comunidad bombardeada se transforma en un semillero de radicalización. El resultado es una espiral de violencia que se autoperpetúa, donde cada “victoria” táctica se convierte en una derrota estratégica a largo plazo.

Por otra parte, el apoyo estatal a políticas que causan sufrimiento masivo y documentado [como las sanciones económicas que privan sistemáticamente a poblaciones enteras de necesidades básicas, o el respaldo incondicional a lo que Mearsheimer caracteriza sin eufemismos como un “estado de apartheid” en Israel] refleja una desconexión profunda y perturbadora entre los valores proclamados en discursos oficiales y las acciones ejecutadas en la práctica política real. Esta desconexión no es meramente hipócrita, sino que constituye un mecanismo psicológico y político que permite la normalización de lo inadmisible. 

La violencia se convierte en rutina administrativa; los civiles se transforman en abstracciones estadísticas denominadas “daños colaterales”; las justificaciones estratégicas se desmoronan sistemáticamente ante cualquier escrutinio serio, pero persisten porque su función no es la coherencia sino la legitimación post-facto de decisiones ya tomadas. Puedo decir que cada masacre se convierte en precedente para la siguiente; cada atrocidad normaliza la próxima; cada genocidio facilita el reconocimiento del que sigue.

A propósito del caso de México, el concepto de “asesinato sin sentido” encuentra un eco particularmente doloroso y revelador. La realidad cotidiana del país proporciona un laboratorio viviente donde las mismas dinámicas identificadas por Napolitano y Mearsheimer en el ámbito internacional se reproducen con una intensidad y proximidad que hacen imposible la abstracción. La llamada “guerra contra el narcotráfico”, iniciada formalmente en 2006 pero con raíces más profundas en políticas anteriores, ha producido un saldo humano que desafía la comprensión: más de 450,000 homicidios documentados y cerca de 100,000 desapariciones según datos oficiales que, por su propia naturaleza conservadora, probablemente subestiman la magnitud real del desastre. 

Estas cifras no son meramente estadísticas sino testimonios de una violencia sistémica que, exactamente igual que en los casos analizados por los académicos estadounidenses, carece de justificación moral coherente y de eficacia estratégica demostrable. La violencia mexicana, impulsada por una convergencia tóxica entre el crimen organizado y la respuesta estatal, refleja con precisión microscópica las mismas dinámicas patológicas que caracterizan la violencia estatal global: negligencia institucional sistemática, ausencia total de rendición de cuentas, y la normalización progresiva del sufrimiento masivo como precio “inevitable” de objetivos políticos abstractos.

De igual forma, la militarización de la seguridad pública en México que opera bajo la ilusión de que puede resolver problemas fundamentalmente políticos y sociales, fracasan en desmantelar las redes criminales mientras se causan bajas civiles y alimentan ciclos de venganza y radicalización. Casos paradigmáticos como la masacre de Tlatlaya en 2014 [donde militares ejecutaron a 22 personas en lo que posteriormente se reveló como una operación de exterminio deliberado] o la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa el mismo año, ilustran cómo las fuerzas estatales mexicanas han internalizado y reproducido las mismas lógicas de violencia impune que caracterizan las operaciones estadounidenses globales.

En concreto, la falta de rendición de cuentas que Napolitano y Mearsheimer identifican como característica central de la violencia estatal contemporánea encuentra en México uno de sus ejemplos más extremos y reveladores. Según el Índice Global de Impunidad, México se sitúa consistentemente entre los países con mayores niveles de impunidad mundial, con menos del 1% de los homicidios resueltos efectivamente por el sistema de justicia.

Podemos decir que esta arquitectura de impunidad no es accidental sino sistemática. Refleja una lógica estatal que prioriza la protección de las instituciones sobre la justicia para las víctimas, la estabilidad del sistema sobre la rendición de cuentas, y la preservación del poder sobre la búsqueda de la verdad. 

Sin embargo, la lección que emerge tanto del análisis de Napolitano y Mearsheimer como de la experiencia mexicana es inequívoca: sin un cambio radical hacia la transparencia absoluta, la rendición de cuentas efectiva y una reevaluación fundamental de las prioridades estratégicas que coloque la vida humana por encima de los intereses geopolíticos abstractos, tanto México como la comunidad internacional seguirán condenados a repetir estas tragedias de manera indefinida.

En última instancia, el fenómeno del “asesinato sin sentido” que Napolitano y Mearsheimer identifican no constituye simplemente un problema de política exterior o seguridad pública, sino el síntoma de una crisis ética más profunda que caracteriza la modernidad tardía. Esta pérdida no es accidental sino estructural. Refleja la lógica inherente de Estados modernos que operan bajo imperativos de poder que sistemáticamente subordinan consideraciones éticas a cálculos estratégicos abstractos. El resultado es una maquinaria de muerte que funciona con la eficiencia de una corporación moderna, pero carece de cualquier mecanismo efectivo de control moral.

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Esta columna no refleja la opinión de Agencia Fronteriza de Noticias, sino que corresponde al punto de vista y libre expresión del autor.

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