Por: Fernando Núñez de la Garza Evia
Plaza Cívica
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MONTERREY 14 DE JULIO DE 2025.- Uno de los grandes pendientes del país es el combate a la corrupción. Los últimos dos sexenios fueron particularmente desastrosos, aunque también especialmente reveladores. Porque tanto Enrique Peña Nieto como Andrés Manuel López Obrador ejemplificaron algunas de las idiosincrasias más extremas y problemáticas para el país que han hecho imposible su combate efectivo.
La corrupción no ha sido un tema prioritario para la población mexicana. Al finalizar el sexenio peñanietista, la corrupción ocupaba un lejano quinto lugar entre los principales problemas de los mexicanos y, al terminar el sexenio de López Obrador, se encontraba ya en un sexto lugar (ENVIPE – INEGI). Sin embargo, llama la atención que, mientras que la percepción de la corrupción disminuyó en las encuestas del INEGI, aumentó en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. Tiene finalmente sentido porque, mientras que la primera encuesta mide la percepción en el grueso de la población, la segunda lo hace únicamente entre expertos y ejecutivos de negocios. En otras palabras: para las élites, hubo más corrupción con López Obrador y, para la población, la hubo más con Peña Nieto.
Más allá de encuestas y percepciones, la corrupción sigue siendo un problema severo en el país. Los expresidentes Peña Nieto y López Obrador representan los opuestos políticos que hacen imposible su combate eficaz. EPN entraña la oligarquía, el descendiente de familias privilegiadas que han mezclado desde antaño los intereses económicos con los políticos. López Obrador representa la demagogia, el político que solo está interesado en el favor popular y al cual le es imposible construir instituciones duraderas. Tanto EPN como AMLO se tocan, porque los extremos siempre lo hacen: si el oligarca utiliza los recursos públicos a su antojo porque los ve como suyos, el demagogo lo hace de igual manera porque es la personificación del pueblo. Si el país es la propiedad privada de una minoría, encabezada por el oligarca, en el otro extremo el país es la propiedad de todos, encabezada por el demagogo.
El común denominador en ambos casos es el patrimonialismo, donde la conducta de ambos expresidentes se rige más por favores personales que por reglas impersonales, donde la línea que distingue lo que es propio y lo que es del Estado resulta borrosa. EPN lideraba el minoritario Grupo Atlacomulco, y se enriqueció a sí mismo y a todo su grupo, sin pudor alguno. AMLO lideraba el mayoritario Movimiento de Regeneración Nacional, no se enriqueció a sí mismo, pero sí dejó que lo hiciera su grupo, sin recato alguno. Sin embargo, Peña Nieto heredó finanzas macroeconómicas estables, hubo mayor construcción institucional (el INAI y el Sistema Nacional Anticorrupción, aunque con continuas zancadillas), y se tenía mayor sensibilidad ante las propuestas externas. Por otra parte, López Obrador le heredó una bomba financiera a su predecesora, hubo profusa destrucción institucional y se calumnió a todos aquellos que opinaban en contra. Empero, no hubo combate a la pobreza con Peña Nieto, y sí con López Obrador.
Como bien plantearía Aristóteles hace dos mil quinientos años, la oligarquía puede degenerar en demagogia. Eso es justo lo que sucedió en México en los últimos doce años. Y, como bien afirmaría el estagirita, ambas son formas corruptas de gobierno.
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