Por: Hugo Alfredo Hinojosa
CIUDAD DE MÉXICO 17 DE ABRIL DE 2025.- Me preguntaron hace un par de semanas si la figura de Donald Trump aún era importante para mí. Por supuesto, contesté, y lo reafirmo. Me interesa el trayecto de Trump como personaje, como un Cándido, como ese Barry Lyndon que lucha contra las adversidades hasta lograr la gloria, y un desenlace. Es Segismundo que sueña a su manera. Es un hombre repudiado, tan repudiado que quienes lo vituperan suman al mito de un hombre que juega su juego, mal o bien… el tiempo que decida y no en la inmediatez de los aranceles, estos movimientos nos trascienden. Pero, nosotros, siempre necesitamos un enemigo sobre quien verter nuestra miseria… y no escondo la mano. En estas páginas critiqué al expresidente Andrés Manuel López Obrador, pero me detuve cuando comencé a notar que mi crítica era ad hominem, más allá de los errores que haya o no cometido el presidente. Todos caemos en el infantilismo servil, volvemos a la primaria donde criticamos como borregos hoy a un niño, mañana a otro, porque simplemente no responde a nuestros caprichos. Pienso que hubo cosas que mejorar en ese sexenio, pero es historia. Queda aprender, esa es la lección y lo ha sido siempre. Así, Trump.
En 2025, Donald Trump representa mucho más que una simple figura política; encarna un fenómeno sociopolítico que ha alterado fundamentalmente el panorama global. Su presencia en la escena política continúa polarizando, inspirando y generando profundos temores, consolidándose como el epicentro de innumerables debates sobre la transformación de paradigmas políticos y los potenciales riesgos que su estilo de liderazgo conlleva. Trump personifica la insurrección contra el establishment global establecido, sé que resulta irónico lo que escribo, pero es así. Se ha convertido en el portavoz de sectores tradicionalmente marginados por los procesos de globalización [lo crean o no]: trabajadores de clase media desplazados, comunidades rurales olvidadas y ciudadanos que perciben la corrección política como una amenaza directa a las libertades fundamentales de expresión.
En este último sentido, recuerdo a Denise Dresser argumentando que Trump iría en contra de las ideologías de género e identidad. Sí, Trump va contra el neoconservadurismo woke; él piensa en mujeres y hombres, no en unicornios ni gatos, ni géneros fluidos, en el discurso de Trump no veo ninguna falla lógica, si como intelectual deseas jugar al juego de la masa para no ser “cancelado”, es tu problema. El característico estilo comunicativo, directo y sin filtros institucionales, del presidente desafía frontalmente las convenciones que se han tornado tradicionales, transformándolo en un símbolo de resistencia para quienes han perdido confianza en las élites gobernantes. Pero él es élite… y lo es… por eso es divertido leer el fenómeno.
Así pues, la ausencia de una ideología política coherente y sistemática posicionan a presidente como un líder fundamentalmente impredecible, con extraordinaria capacidad para canalizar el descontento social mediante soluciones aparentemente simples a problemas estructuralmente complejos. Este sistemático cuestionamiento de las instituciones tradicionales no solo ha redefinido los parámetros del discurso político contemporáneo, sino que también ha profundizado divisiones sociales preexistentes. El temor que Trump suscita deriva principalmente de su capacidad disruptiva. Su retórica nacionalista y su manifiesto desdén hacia instituciones multilaterales como las Naciones Unidas y la OTAN representan una amenaza directa al orden liberal internacional. Y en este sentido… a decir verdad: ¿de qué sirve la ONU? Condenar, como hace siempre, no tiene mérito alguno, sí pienso que es una institución pasada de moda que de pronto lanzan iniciativas más de control social que de libertades como ocurre con la Unión Europea. Adicionalmente, Trump con su habilidad para movilizar masas, prescindiendo de la mediación tradicional de los medios de comunicación establecidos, lo convierte en un agente de transformación caótica, aparentemente inmune a los mecanismos convencionales de control del poder político.
Las frecuentes acusaciones de fascismo dirigidas contra el presidente requieren un análisis cuidadoso. El fascismo clásico implica necesariamente la existencia de un estado totalitario caracterizado por un culto a la personalidad del líder, represión sistemática de voces disidentes y subordinación completa de la economía a los intereses estatales. Trump no satisface plenamente estos criterios definitorios y es por esto por lo que los círculos intelectuales progresistas identifican en Trump una amenaza directa a valores fundamentales de la modernidad que los beneficia. Es el fascista sin serlo.
Nos guste o no, el presidente estadounidense ha consolidado su posición como elemento de caos en el ámbito político por diversas razones que implican una ruptura radical con normas y estructuras tradicionales del poder institucionalizado: como su confrontación sistemática con el establishment y subversión de convenciones, su imagen de outsider que desafía frontalmente el statu quo; su característico estilo comunicativo, directo y provocador; la transformación de su política en espectáculo; y su cuestionamiento radical de instituciones globales y estructuras multilaterales. No hay que denostarlo, no seamos infantiles, en este mundo emasculado de pronto somos todos bullies del Bully.
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