Por: Hugo Alfredo Hinojosa
MÉXICO 21 DE MARZO DE 2025.- De Cusa (1401-1464), fue según mi consideración, un pensador único en el umbral entre la Edad Media y el Renacimiento. Fue filósofo, teólogo, matemático y un cardenal que dejó un legado que desafía clasificaciones simples. En su tiempo, se vivieron transformaciones profundas, Europa aún marcada por el feudalismo y la autoridad incuestionable de la Iglesia, comenzaba a ceder terreno ante los primeros destellos del Renacimiento. El redescubrimiento de textos clásicos de Platón, Aristóteles y los neoplatónicos, junto con los avances en las artes y las ciencias, alimentó un nuevo humanismo que colocaba al ser humano como medida de todas las cosas.
La escolástica, con su minuciosidad lógica y su enfoque en reconciliar la fe con la razón —ejemplificada por figuras como Tomás de Aquino—, seguía dominando las universidades. Al mismo tiempo, la Iglesia enfrentaba desafíos internos, como el Cisma de Occidente, y externos, como la expansión del Imperio Otomano, que culminó con la caída de Constantinopla en 1453. En este contexto de tensiones y posibilidades, Nicolás de Cusa encontró su voz. Nicolás estudió derecho, filosofía y matemáticas, disciplinas que moldearían su pensamiento.
Su ingreso a la vida eclesiástica lo catapultó a posiciones de influencia: participó en el Concilio de Basilea (1431-1449), un intento fallido de reformar la Iglesia y unir a los cristianos de Oriente y Occidente, y más tarde fue nombrado cardenal por el papa Nicolás V en 1448. Pero Cusa no se limitó a los asuntos prácticos de la Iglesia; su mente estaba volcada hacia cuestiones más profundas, hacia una comprensión del universo y de Dios que trascendiera las categorías tradicionales.
En 1440 publicó De docta ignorantia, su obra maestra, que encapsula su visión revolucionaria y crítica en contra de la cosmovisión de la época. Aquí introduce el concepto de la ignorancia aprendida, una idea que rompe con la confianza absoluta en el conocimiento humano típica de la escolástica. Para Nicolás, la verdad última —Dios— es infinita e inalcanzable, y la mente humana, por más que se esfuerce, solo puede aproximarse a ella reconociendo sus propios límites. Y vale la pena preguntarnos por qué no terminó en la hoguera. Este planteamiento no era un rechazo al saber, sino una invitación a la humildad intelectual. Inspirado por el neoplatonismo, particularmente por Plotino y Proclo, Cusa veía a Dios como el “absoluto”, un ser en el que todos los opuestos se reconcilian. Dios, el absoluto, la verdad.
Una de sus metáforas más elocuentes que utilizadó Cusa para defender sus ideas fue la del círculo y la recta: a medida que el radio de un círculo crece infinitamente, su curvatura se aplana hasta convertirse en una línea recta. Este principio de la “coincidencia de los opuestos” (coincidentia oppositorum) no solo era un juego matemático, sino una clave para entender la relación entre lo divino y lo humano, entre lo eterno y lo temporal. Las contradicciones pueden coexistir y generar una verdad más profunda. Esta idea también se proyectó en su concepción del universo. En una época en que el modelo geocéntrico de Ptolomeo, con la Tierra como centro inmóvil del cosmos, era incuestionable, Nicolás propuso una visión radicalmente distinta y sostuvo que el universo no tiene un centro fijo ni límites absolutos; la Tierra no es más que un cuerpo celeste entre muchos, en movimiento como las estrellas.
Aunque el filósofo carecía de las herramientas empíricas que siglos después emplearían Copérnico, Kepler y Galileo, su intuición filosófica anticipó la revolución copernicana. Esta cosmología tenía raíces teológicas: si el universo es ilimitado y descentrado, entonces Dios, como infinito, está presente en todas partes y en ninguna a la vez, una noción que bordea el panteísmo sin cruzarlo del todo. Así, Cusa desafió el cosmos jerárquico y estático de la Edad Media, abriendo la puerta a una visión más dinámica y abierta del mundo. El contexto filosófico de su tiempo también moldeó su pensamiento. Mientras los escolásticos se enfrascaban en disputas sobre universales y esencias, Nicolás se inclinó hacia una síntesis entre la mística y la razón. Su interés por las matemáticas y la geometría lo llevó a buscar analogías entre las verdades abstractas y las realidades espirituales, una práctica que lo conecta con el espíritu renacentista de integrar el conocimiento humano con el orden divino.
Otro rasgo notable del filósofo fue su apuesta por el diálogo interreligioso, un tema urgente tras la caída de Constantinopla y el avance otomano. En De pace fidei (1453), imagina una conversación entre representantes de diversas religiones —cristianos, musulmanes, judíos— que concluyen que, más allá de sus diferencias, todos buscan al mismo Dios. Aunque firmemente cristiano, Cusa sugería que las religiones eran manifestaciones imperfectas de una verdad única, una postura audaz en un siglo de cruzadas y conflictos confesionales. Este enfoque reflejaba su creencia en la unidad subyacente de la experiencia humana, un eco de su filosofía de la “coincidencia de los opuestos”.
El legado de Nicolás de Cusa es inmenso. Sus ideas sobre el infinito influyeron en filósofos como Giordano Bruno, quien llevó sus intuiciones cosmológicas a extremos más radicales, y Gottfried Leibniz, quien desarrolló conceptos matemáticos afines. En la ciencia, la visión de Cusa de un universo sin centro preparó el terreno para los grandes astrónomos del siglo XVI. En teología, su énfasis en los límites del saber humano sigue resonando en debates contemporáneos sobre fe y razón.
Nicolás de Cusa fue un visionario que navegó entre mundos: el medieval, con su fe en lo trascendente, y el renacentista, con su confianza en la capacidad humana. En un presente donde la ciencia y la espiritualidad a menudo chocan, Cusa nos ofrece una lección perdurable: el verdadero saber comienza cuando reconocemos lo mucho que ignoramos… sería muy interesante saber qué opinaría de la posverdad de nuestro tiempo.
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