Aprender a recordar a los muertos del presente
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Aprender a recordar a los muertos del presente

Ciudad de México - miércoles 19 de marzo de 2025 - Hugo Alfredo Hinojosa.
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Por: Hugo Alfredo Hinojosa

CIUDAD DE MÉXICO 19 DE MARZO DE 2025.- «En una época del mundo había bosques que no pertenecían a nadie», en palabras de Cormac McCarthy, y parafraseo: «en una época del mundo, en ese principio de la creación, no había muertos, y el sufrimiento no le pertenecía a nadie». ¿Lo podemos imaginar? Qué semanas tan complejas hemos vivido en el mundo sociopolítico. No logro entender si estamos en una simulación de la realidad del país o si es verdad que vivimos en este limbo tan desventurado. Por una parte, me niego a pensar que los grupos “terroristas” del crimen organizado sean tan transparentes y hasta civilizados de cara a los crímenes de los que se defienden; por otra parte, me genera una tristeza profunda ver el nivel de mediocridad de nuestros políticos. En este orden de ideas, no importa la generación a la cual pertenecen ni su género, quienes juraron cambiar el país son todos débiles en ética.

En diferentes medios he leído que, en el Rancho Izaguirre, en Jalisco, no se llevaron a cabo masacres [incluso los funcionarios se molestan con esta aseveración], sino que afirman, para contrarrestar la narrativa de la barbarie, que era apenas un centro de entrenamiento. Concedamos que así fue, que no hubo exterminio. Por desgracia, en ese espacio sí se encontró ropa, maletas, accesorios, zapatos de todo tipo, e incluso restos humanos que dan cuenta de una tragedia: la desaparición de mujeres y hombres. Pero no importa, porque no era un campo de exterminio, dicen, y eso pues minimiza el hecho. 

Si nos avocamos a los tecnicismos, considero que estamos frente a un “crimen de estado”. ¿Por qué no debería serlo? Según la definición del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado [de Colombia] se define como tal a los actos generalizados que se cometen contra una gran cantidad de víctimas, ya sea por la cantidad de crímenes o por un solo crimen contra muchas víctimas. Podríamos revisar el Diccionario Panhispánico y recoge los mismos elementos, pero aferrarnos a llamarle así sería tan absurdo como defender la idea de que, por no tratarse de un campo de exterminio, la situación es menos grave. 

Durante los años 2002 y 2004, formé parte de un programa del gobierno del estado de Baja California llamado DIFerentemente. Mi labor consistía en dar conferencias de prevención sobre el uso de las drogas, y sobre el abuso sexual y psicológico en jóvenes de secundaria y preparatoria.
 
Si no mal recuerdo, dicté conferencia tras conferencia, frente a más de 150 mil estudiantes, recurriendo a William Shakespeare, Juan Rulfo y hasta George Orwell. No me pregunten cómo adaptaba cada historia con el tema en cuestión, pero lo hacía, y era satisfactorio ver a todos esos jóvenes reír.

Parte de mi tarea radicaba en hablar con todos aquellos que se me acercaban porque vivían algún tipo de abuso; sexual en su mayoría. Yo debía canalizarlos para que el DIF los auxiliara y los pusiera a salvo. Las historias eran más que tristes, no le deseo a nadie tener que escucharlas. Lamento decir que mi labor era inservible: al canalizar los casos, se perdían o traspapelaban y no había nada más duro que regresar a la misma escuela con otra conferencia y que me encararan las víctimas diciendo: “para qué me hiciste que te contara, si no me ayudaste”. En su momento, confronté a la esposa del gobernador y a sus asistentes, pues nunca pude hablar con el gobernador Eugenio Elorduy Walther, pero con eso comprendí que las víctimas no solo necesitan nombre para ser reales, sino también la empatía por el dolor ajeno que no trasciende a las esferas del poder. El dolor de los otros es apenas un discurso que anima un momento político. El dolor es instrumento de la mecánica para gobernar.

Se habla de más de 250 restos de cuerpos regados por doquier en ese rancho de Jalisco, se habla también de 1,300 prendas de las víctimas que sirven ahora como mapa y territorio para que sus padres, hermanos y esposas o esposos identifiquen a sus muertos. Me pregunto si también de estos desaparecidos harán pase de lista en redes sociales, como suelen hacerlo quienes creen vivir del lado correcto de la historia [y se benefician de ella] y que utilizan las tragedias pasadas como herramientas para menguar a las oposiciones políticas, tal como ocurrió y ocurre con los 43 estudiantes de Ayotzinapa o los niños afectados por el incendio de la Guardería ABC. ¿Por qué estos crímenes de estado que menciono le pertenecen a Felipe Calderón Hinojosa y a Enrique Peña Nieto y la tragedia del rancho es un ataque de los opositores políticos al presente inmaculado? ¿Por qué no hay un recuento ni un pase de lista de los calcinados en Tlahuelilpan, o de los migrantes que también murieron calcinados en las oficinas del INAMI en Ciudad Juárez, durante el sexenio pasado? ¿Acaso esas víctimas no merecen nuestra memoria o no cumplen con lo necesario para ser utilizadas como herramientas de golpeteo en el presente? Demasiada hipocresía… de nuevo, el dolor, para que sea válido, debe trascender a las esferas del poder.

Así como mi trabajo en el DIF fue una simulación, me atrevo a decir que estamos viviendo en un disimulo del combate del gobierno mexicano en contra del crimen organizado. Lo digo porque me parece inadmisible que, mientras los muertos brotan de la tierra, los políticos nieguen la realidad y pierdan el tiempo defendiendo su permanencia en el poder. Este hallazgo es un crimen de estado que deberá manchar de facto la historia de la administración corriente, heredera de la ineptitud de las administraciones pasadas… guste o no. Menciono la simulación porque la indolencia del estado me llena de espanto. En verdad. Eso somos ahora los mexicanos, un país estúpidamente ideologizado.

Comienzo pues con el pase de lista, por lo menos de los nombres y apodos que conocemos hasta el momento: Fierro, Rambito, Cachetón, Ciega, Shinga, Bicho, Repartidor, Guacamaya, Palomo, Castillo, Jordan, Versa, Semilla, Karol, Chayota, Negrita, Brisquis, Martha, Tifany, Mara, Rana, Bocadín, Shagui, Catrina, Jarocho, Feto, Rayas, Rosita, Caya, Piri, Lucy, Jaquelín, Pelón, Juchitán, Torres, Levis, Boe, Mayo, Sábana. 

Ellas y ellos son hijos de alguien que sigue sin dormir, que llora a su desaparecido, que, por desgracia, ellas y ellos, esos ecos de vida no solo son víctimas de la violencia y el crimen organizado, sino además enemigos del estado, porque aún muertos ponen en jaque el discurso de paz de la anodina transformación del país. «Las cicatrices tienen el extraño poder de recordarnos que nuestro pasado es real», escribió Cormac McCarthy… no nos engañemos.

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Esta columna no refleja la opinión de Agencia Fronteriza de Noticias, sino que corresponde al punto de vista y libre expresión del autor.

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