REFLEXIÓN DEL DÍA.-

Por: Esteban Capella Ibarra 

En las últimas fechas, he tenido la oportunidad de conversar con diversos funcionarios de las actuales administraciones en los diferentes niveles de gobierno: local, estatal y federal. Todos coinciden en algo preocupante: tienen escasa o nula libertad para tomar decisiones o generar opiniones públicas en el ejercicio de su función. Directores, subdirectores, jefaturas y delegados, cuyo título debería implicar liderazgo y autonomía, se han convertido en meros asistentes del Ejecutivo en turno, sujetos a obedecer sin cuestionar.

Hoy parece que las características más valoradas para ocupar un cargo en la administración pública no son la experiencia, ni las capacidades técnicas, ni siquiera las credenciales académicas. La sumisión y el servilismo han pasado a ser los requisitos principales, desplazando cualquier noción de mérito o preparación. Este fenómeno ha generado una alarmante pérdida de profesionalismo en la función pública y un deterioro evidente en la calidad de las políticas públicas implementadas.

La falta de autonomía de los funcionarios se refleja claramente en decisiones como las proyecciones presupuestarias para 2025, donde se han recortado recursos esenciales en sectores clave como salud, educación y seguridad. Estas decisiones no solo ignoran las necesidades reales de la ciudadanía, sino que además son implementadas por funcionarios que carecen de la libertad, o el coraje, para cuestionarlas. Quienes osan discrepar enfrentan la separación inmediata de sus cargos, lo que refuerza un clima de miedo y conformismo.

Es preocupante cómo, en lugar de ser agentes de cambio, los funcionarios se han resignado a ser simples ejecutores de órdenes. Este servilismo, lejos de ser un acto de lealtad, es una traición a los principios fundamentales de la función pública. Renuncian a su responsabilidad de actuar como contrapesos dentro de la administración y de garantizar que las políticas públicas beneficien a la población y no solo a los intereses del poder en turno.

La erosión de las libertades individuales dentro del aparato gubernamental también contribuye a este problema. Cada día se reduce más la autonomía y las facultades de quienes ocupan puestos de dirección, quienes deberían ser líderes pero han optado por la comodidad de acatar instrucciones. Este deterioro no solo afecta la confianza de la ciudadanía en las instituciones, sino que perpetúa un sistema que aleja a México de una verdadera democracia.

Nuestro país necesita urgentemente funcionarios públicos que destaquen por su integridad, su valentía y su compromiso con el bien común. La función pública debería ser un espacio de servicio genuino, basado en conocimientos técnicos, experiencia y capacidades académicas, no un refugio para quienes priorizan la obediencia ciega sobre la responsabilidad ética.

La ciudadanía tiene un papel fundamental en esta transformación: debemos exigir transparencia, rendición de cuentas y acciones que realmente respondan a las necesidades colectivas. Solo con una sociedad participativa y consciente podemos recuperar la confianza en nuestras instituciones y construir un futuro más justo y equitativo.

El desafío es claro: redefinir el papel del funcionario público y devolverle su verdadera esencia como servidor del pueblo, no como asistente privado del poder. Sin experiencia, capacidades técnicas ni autonomía, el servicio público no es más que un teatro donde las decisiones reales se toman en otro escenario.

El autor es egresado de la Licenciatura en Administración, Derecho, actualmente cursa la Licenciatura en Psicología y es Presidente de Profesionistas Unidos por Baja California A.C.

Esta columna no refleja la opinión de Agencia Fronteriza de Noticias, sino que corresponde al punto de vista y libre expresión del autor