Por Julio Octavio Rodríguez Villarreal
TIJUANA BC 16 DE OCTUBRE.- Las oficinas de comunicación social en México, alguna vez destinadas a intentar informar y servir al pueblo, han mutado en auténticas cantinas de poder, donde el licor que se sirve es la constante auto-adulación de quienes controlan el presupuesto público. ¿Información de interés general? ¡Por favor! Eso es historia. Hoy en día, esos templos del ego no tienen la menor intención de educar o informar; su único propósito es inflar la burbuja de vanidad en la que viven gobernantes y legisladores de ambos géneros. Ahí no se respira servicio público, sino el aroma dulzón de los “me gusta” en las redes sociales, donde las sonrisas posadas y las frases vacías rivalizan con las luces de neón de un cabaret de mala muerte.
Las políticas y los políticos, ¡oh, sí!– ya no se conforman con ser servidores públicos; ahora exigen ser dioses digitales. De la solemnidad del cargo, apenas queda un rastro difuso; la seriedad se fue por la ventana desde que descubrieron los filtros de las fotos. Las redes sociales y los medios ya no son herramientas de difusión: se han transformado en pasarelas donde se pasea el ego embriagado de quienes manejan las riendas del poder, tan deslumbrados por su propio reflejo que son incapaces de ver más allá de su burbuja.
Porque, eso sí, lo más valioso de un comunicólogo o comunicóloga, que cobre, y cobre bien, es saber cómo manipular el sesgo de la auto confirmación de quien maneje el presupuesto: Solo dejan pasar aquello que refuerza la narrativa que alimenta su fantasía de grandeza de quien detenta el poder.
Lo más preocupante es que estas oficinas de comunicación social, junto con los círculos íntimos de los políticos y políticas, han perdido completamente la brújula. En lugar de acercarse a la realidad del pueblo, crean una peligrosa burbuja de poder que distorsiona cualquier vestigio de verdad. Los políticos –hombres y mujeres por igual– ya no buscan resolver problemas, sino evitar cualquier tipo de crítica y desaprobación. La principal virtud del jefe o la jefa de la oficina de Comunicación Social, es la habilidad para sustituir la veracidad por la credibilidad, y hacerlo de tal forma que genere “me gusta” en las redes sociales. Así políticas y políticos, rodeados de asesores y asesores de asesores, sus decisiones ya no se toman en función del bienestar común, sino en función de cuántos aplausos recibirán en su próximo post. Las decisiones importantes se reemplazan por coreografías ensayadas y declaraciones ensalzadas que no buscan otra cosa que alimentar el culto a la personalidad, esa droga que distribuyen generosamente los medios.
En esta cantina política, el verdadero peligro no es el simple narcisismo. Lo que tenemos es un culto a la personalidad al más puro estilo de una estrella deportiva o musical. No importa si se trata de un regidor de una pequeña ciudad o un senador con proyección nacional; ambos demandan de sus oficinas de comunicación exhibir el mismo carisma exagerado, la misma necesidad de ser adorados, de sentirse el centro del restaurante que visitan, de la calle que transitan.
Dice el filósofo de la comunicación Fernando Buen Abad Domínguez, en un artículo publicado en el periódico La Jornada este 15 de octubre del presente año, que en este culto a la personalidad se da una centralización del poder brutal, y el control de la información, despiadado. La verdad es tan maleable como una hoja de papel en manos de estos políticos que, a base de retuits y rituales simbólicos, se erigen como los nuevos ídolos del siglo XXI. Porque no basta con tener una fotografía en la oficina; necesitan estatuas virtuales, likes, retuits y comentarios que los adulen en cada paso que dan. El culto a la personalidad no es una broma inofensiva. Es un fenómeno calculado, un espectáculo donde los políticos de ambos géneros, acompañados de su séquito de asesores, han perfeccionado el arte de la manipulación. La centralización del poder, el control férreo de la narrativa, y la eliminación de cualquier crítica conforman un cóctel explosivo que, como bien lo describen los clásicos de la sociología, solo puede terminar en la construcción de ídolos de barro, en líderes que se creen divinos pero que, en realidad, solo flotan sobre el aire enrarecido de su propio engaño.
¿Y el pueblo? Bueno, esos son los verdaderos embriagados. Son quienes, como clientes fieles de esta cantina, aplauden y alaban desde la barra, convencidos de que el carisma vacío de su líder –sea hombre o mujer– les traerá algún día una probadita de poder.
Pero lo que no saben es que lo que les están sirviendo no es poder; es una resaca monumental, una alienación que los dejará más lejos que nunca de sus aspiraciones, y más cerca del abismo al que se precipita el país.
Así que, cuando veas a esa política en su último reel de Instagram, cuando escuches las palabras vacías y las sonrisas ensayadas, recuerda: no es más que otra borracha en la cantina del poder, perdida en su propio reflejo, contando cuánto va a cobrar mientras tú, como siempre, pagas la cuenta. Porque, como bien diría aquel autor famoso que no necesitamos nombrar, el poder es la droga más adictiva y peligrosa, capaz de convertir incluso a las almas más pequeñas en auténticos monstruos.
Basta con ver los últimos acontecimientos del diputado local en Playas de Rosarito.
Julio Rodríguez es licenciado en Comunicación, y cuenta con una Maestría en Derecho Político y con dos posgrados, uno en Derechos Humanos y otro en Derecho Electoral. Ha trabajado como reportero en varios medios y en política ha sido representante elctoral en el INE y el IEEBC tanto del PRD como del PT.
Esta columna no refleja la opinión de Agencia Fronteriza de Noticias, sino que corresponde al punto de vista y libre expresión del autor